Estrés

A día de hoy, podemos afirmar que nadie desconoce el término estrés. Son muchos los que afirman que estamos viviendo el momento más trastornado de la historia, que esta sociedad 3.0 es la más exigente y caótica que nunca ha existido. Y en gran parte se culpa al estrés: el gran villano de nuestro día a día, del que debemos protegernos y contra el que hay que luchar. El estrés pone patas arriba nuestras rutinas, nos vuelve irritables y nos roba la felicidad, y no importa cuántas batallas le ganemos, que siempre vuelve y ataca de nuevo.

Desde que el concepto de estrés se instauró en psicología, de la mano del fisiólogo y médico austrohúngaro Hans Selye, la cantidad de estudios científicos que relacionan el estrés con todo tipo de patologías ocuparía varios terabytes de información. 

Se ha relacionado con el desarrollo de úlceras pépticas, problemas cardiovasculares, gastrointestinales, dermatológicos, propensión a desarrollar alergias, peor pronóstico en procesos cancerígenos, problemas de sueño, desarrollo de hábitos poco o nada saludables como fumar más o comer peor, trastornos depresivos, trastornos de ansiedad, trastornos psicóticos, una mayor tasa de conflictos maritales, peor calidad de vida, menor esperanza de vida, etc. Podemos entender su mala fama.

Bajemos el telón y hablemos claro. El estrés ni es un villano, ni es malo, ni debemos luchar contra él. Gracias al estrés, el ser humano ha sobrevivido durante miles de años. 

Es, de hecho, uno de nuestros mejores aliados. Un amigo capaz de echarnos un cable en los momentos en los que más lo necesitamos. En términos más formales, el estrés es la respuesta adaptativa de nuestro organismo ante situaciones demandantes.  

Esta respuesta del organismo consiste en una grandísima movilización de energía y otros recursos personales para que estemos listos a la hora de hacer frente a todas las abrumadoras exigencias cotidianas (cantidades ingentes de trabajo o estudio, atender las necesidades de los hijos, quedarse sin batería en el móvil, hacer colas, pagar las facturas, encontrarnos en un atasco, no encontrar aparcamiento, discutir con nuestra pareja, con amigos, con ese señor impertinente de la calle…), o a ciertas situaciones excepcionales (un despido, perder a un ser querido que era un gran apoyo, una relación sentimental fallida, el diagnóstico de una enfermedad…). 

El estrés nos facilita, de una forma bastante diligente, poder afrontar ese día a día o esa época llena de demandas y situaciones amenazantes, que ya no son como las de antaño —que no me pique una serpiente venenosa, conseguir cazar o recolectar lo suficiente como para no morir de hambre o no quedarme aislado de mi tribu nómada—, pero igualmente requieren de la movilización de nuestros recursos.

Entonces, si el ser humano siempre se ha estresado ¿por qué parece que ahora se ha convertido en una epidemia?

 

Para entenderlo, nos ayuda pensar en que incluso los animales se estresan. Por ejemplo, una cebra se estresará cuando ve a la leona saltar desde las altas hierbas en su dirección. Su corazón bombeará más sangre a sus músculos, sus pulmones oxigenarán más y mejor, sus músculos se tensarán para desarrollar toda la velocidad posible, etc. En definitiva, su organismo al completo se centrará en sobrevivir —no mañana—, hoy, ahora. En el caso de conseguir escapar, la cebra dejará de estar estresada y así hasta el siguiente envite. Ni problemas cardiovasculares, ni trastornos del sueño, ni depresión, ni menor calidad de vida. La cebra no se pasará los días rememorando aquella vez en la que a punto estuvo de ser cazada, ni imaginándose los múltiples peligros a los que tiene que enfrentarse. Su mente no tiene la capacidad para ello. Es afortunada.

¿Es entonces nuestra gran mente privilegiada, globalizada y siempre conectada el problema? En gran medida sí. 

En gran medida sí. Siguiendo el modelo transaccional del estrés de Lazarus y Folkman, y resumiéndolo mucho, podemos afirmar que la respuesta de estrés va a depender de la valoración que la persona en cuestión haga tanto de las demandas de la situación estresante como de los recursos personales que tiene para hacerla frente. A más demandas y menos recursos percibidos, más estrés. Y esa valoración es algo totalmente subjetivo, porque depende de la forma de pensar de cada uno, de cuánto quiere controlar y abarcar, de su autoestima, de los hábitos de organización, de acontecimientos pasados similares, de las reacciones del entorno…

Por eso muchas veces, ante la misma circunstancia, una mujer se aferra desesperada al volante, haciendo sonar el claxon y sin parar de mirar el reloj, mientras que en el coche de al lado otra sube la música y se pone a cantar, y a la vez un estudiante universitario, 10 minutos antes de entrar a un examen, se agarra sudoroso y desesperado al váter, mientras que su compañero echa tranquilamente una última ojeada a los apuntes.

Es una cuestión personal, derivada de las experiencias de aprendizaje de cada uno. En el fondo, podemos decidir si valoramos las situaciones que antes nos sobrepasaban como retos a superar u oportunidades, o si tratamos de prevenir más estrés que pueda estar por venir. Y eso implica no luchar contra el estrés, sino entenderlo y manejarlo en nuestro mejor beneficio, porque, aunque sabemos que seguramente no nos vaya a comer una manada de lobos, queremos poder seguir haciendo ese día a día en la sociedad que, para bien y para mal, nos ha tocado.